Colombia

Diario caribeño

Me habían hablado muy bien y mencionado algunos demonios de esta perla del Caribe colombiano, Cartagena de Indias, así que tenía ganas de visitarla y comprobarlo por mí mismo. Recién aterrizado con mi pareja en Bogotá en esta nueva etapa, aprovechamos la primera oportunidad para olvidarnos del frescor capitalino y pasar unos días en tierra caliente comenzando por una ciudad histórica, levantada a comienzos del siglo XVI, un puerto importante, nodo crucial entre Sudamérica y Europa durante siglos.

El centro histórico amurallado de esta urbe de en torno a un millón de habitantes, la quinta más populosa de Colombia, conserva un aire señorial, con su catedral, sus casas pintadas de llamativos colores, adornadas con exuberantes flores y enredaderas, rejas y balcones de madera, arcos y otros ornamentos. Cartagena es bonita y como una de las principales atracciones del país sus precios están también algo inflados para los turistas, entre los que figuran muchos estadounidenses y europeos, pero también muchos latinoamericanos de otros rincones (o ñamericanos, que diría Caparrós) como costarricenses y mexicanos, que se dejan oír bastante.

Junto a la ciudad amurallada aparece Getsemaní, un barrio más bohemio, con mucha vida callejera, música en la plaza, locales con salsa en vivo como el costoso Havana Club y una calle plagada de talleres de pintura y venta de cuadros de artistas locales expuestos al aire libre, con precios que no suelen bajar del millón de pesos (unos 200 euros). La noche es larga en Getsemaní aunque sustancialmente menos que antes, según nos cuentan, porque el aumento del crimen tiempo atrás llevó a la policía a restringir los horarios de cierre de los clubes.

Hacia el sur del casco antiguo y Getsemaní surge una península con forma de ele que le da una extravagante e icónica apariencia a Cartagena. Bocagrande y Castillogrande, plagados de rascacielos, con un malecón, una laguna y algunas playas, son el vividero de aquellos con bolsillos profundos, aunque este caché no evita que sus calles se inunden cuando llueve.

Queremos salir un poco de Cartagena y apreciar la exuberancia del trópico en su máxima expresión. Un taxista delgado con greñas color azabache llega pitando al hotel. Abandonamos la ciudad por el norte ladeando durante varios kilómetros una extensa barriada chabolista de avenidas empantanadas por las fuertes lluvias, casas bajas, estructuras endebles. Al cabo de una hora llegamos al Jardín Botánico, un remanso de paz con agradables senderos, un bosque nativo con grandes árboles como macondos, caobas, cedros o caracolíes, algunos de ellos con más de siglo y medio de vida.

De fondo suenan las quebradas y se intuyen sonidos de la escurridiza fauna, entre la que destacan monos aulladores que se deslizan de rama en rama, tucanes, ardillas, osos perezosos y una diminuta y omnipresente rana venenosa de color negro con rayas amarillas.

También hay muchas iguanas, aunque la codicia que suscitan sus huevos ha obligado a las autoridades a poner enormes anuncios en las inmediaciones del enclave asegurando que estos causan impotencia (no a quien los ingiere, sino a los que quieren conservar la fauna silvestre). Interesante estrategia disuasoria. La humedad tropical, que se dispara en pleno bosque, nos hace sudar la gota gorda y enseguida empapamos nuestras camisetas.

Otro día tomamos una barca motora embutida de turistas con chalecos salvavidas desde el Muelle de la Bodeguita rumbo al sur, hacia las famosas Islas del Rosario, donde el coral está algo machacado pero se puede bucear entre múltiples peces como el mariposa, el loro, la catalina, el pargo y muchos otros en cristalinas aguas cálidas.

El archipiélago tiene algunos complejos turísticos tranquilos y zonas con chiringuitos públicos y zumbidos constantes de vendedores donde los precios fluctúan según la cara de despistado que le vean a uno. Fluctúan los precios de las bebidas que uno se toma en torno a mesas y sombrillas con el agua hasta la cintura, los de las ostras transportadas en tablas de surf o el de las tumbonas en primera línea de playa. Algunos reclaman incluso su propina antes de ofrecer servicio alguno.

«Deben dar el dinero exacto siempre o no pagar hasta que se lo traigan porque luego el cambio nunca vuelve y usted nos reclama que su dinero lo tiene el negrito, pero aquí todos somos negritos», nos advierte el guía, él mismo uno de esos negritos que él describe, como muchos otros en esta zona de Colombia donde casi la mitad de la población tiene ascendencia africana.

Nos quedamos con ganas de visitar el Aviario Nacional de Colombia, a hora y pico de distancia de Cartagena, pero los días se nos acaban y debemos tomar un autobús de la compañía Brasilia hasta la pequeña localidad de Palomino, situada a espaldas de la imponente Sierra Nevada (cuyo pico más alto tiene 5.770 metros) y a la entrada del emblemático departamento de la Guajira, que en lengua indígena viene a significar «Caribe hermoso» según Wikipedia.

En las ocho horas de trayecto en autobús van subiendo al vehículo vendedores ambulantes que nos ofrecen plátano verde frito, gaseosas o chocolatinas por unos pocos miles de pesos. Te depositan los productos en el muslo o las manos durante un par de minutos como técnica de persuasión.

-¡Juguito, amigos! ¡Zanahoria con limón!

-¡Estos plátanos son caseros! ¡No llevan conservantes, están hechos hoy mismito!

El trayecto nos regala tantos baches que mi reloj inteligente acaba creyendo que esa jornada he realizado 20.000 pasos. Estupendo, ya estoy preparado para disfrutar, sin sentirme culpable, de ricas cenas en algunos de los sugerentes restaurantes locales de un pueblo de ambiente hippie con caminos de tierra -barro, el día que llegamos-, surcados por algunos motocarros y motocicletas, donde los turistas de corta y larga duración (algunos se tiran meses aquí) pasan las tardes, cóctel de 4-5 euros al cambio en mano, junto a las piscinas, dado que el Caribe en esta zona es más bravo que bonito, y en la playa de arena grisácea, casi engullida por el Atlántico, reina siempre la bandera roja.

Los bares de primera línea ponen diques para evitar el desastre y, a pocos metros de ellos, algunos surfistas valientes intentan atrapar las fieras olas. No resulta sencillo pese a que no faltan instructores que le animen a uno a hacerlo. Es más seguro bañarse en la desembocadura del río, aunque allí el agua está considerablemente más fría que en el Caribe.

Uno de los mayores reclamos de Palomino es el descenso de su río homónimo hasta el mar haciendo tubing, es decir con el culo insertado en una cámara neumática. Arrancamos a las nueve con dos motoristas que nos transportan unos minutos hasta el comienzo de la ruta a pie, donde nos espera un joven guía, Isaías, a punto de cumplir los 19, que entre los descansos universitarios aprovecha para ganarse unos pesos en su pueblo. Vamos equipados con zapatillas acuáticas, visera, bañador, camiseta y una bolsa seca con las pertenencias que no se pueden mojar.

Caminamos 45 minutos durante algo menos de tres kilómetros por un tupido bosque con árboles de hasta 30 y 40 metros, a lo largo de un trayecto que va empinándose y aturdidos por una humedad que se vuelve tan intensa que mis gafas se empañan completamente y parece que me haya bañado mucho antes de tocar el río. Un indígena wayúu que va por delante corta a machetazos un árbol que obstaculiza la ruta a ritmo de reguetón. Tiene que transportar bultos en mula más tarde por ahí y no queda otra.

Finalmente llegamos a Techo Rojo, punto desde el que nos lanzamos a las aguas del río Palomino, con rápidos poco temibles y una profundidad que oscila entre los cinco metros y los 50 centímetros dependiendo del tramo. Nos entregamos a un viaje relajante de unas tres horas a una velocidad aproximada de kilómetro por hora en medio de un silencio casi sepulcral, embellecido por el sonido de la corriente. Divisamos alguna aldea indígena, garzas, una ardilla, una boa y un martín pescador.

«Suban la cola», nos advierte Isaías en algunos momentos, cuando el río mengua, para que no raspemos el trasero con las piedras. Nuestro guía, que cursa el cuarto semestre de Ingeniería Medioambiental en la Guajira, en la ciudad de Riohacha, nos cuenta que le preocupan algunos proyectos industriales en la región, como la explotación de carbón, por su huella contaminante,sobre todo en el agua.

De regreso en Palomino tras el crucero fluvial nos comemos una langosta embutida de camarones con salsa de ajo, acompañada de patacones y arroz con coco, todo ello regado con una Club Colombia, en uno de los chiringuitos de la playa. El camarero nos muestra el producto fresco: la susodicha y siete pescados distintos, la mayoría de mar, dos de río.

Otro día visitamos el Santuario de los Flamencos, en la parte más seca de la Guajira, a hora y media de Palomino en coche. Hay unos 70 ejemplares de los patilargos rosados en estos momentos, anuncian. En la temporada alta puede llegar a haber varios miles. También se ven muchas garzas, pelícanos, gaviotas, patos espátula e ibis. Entre ellos divisamos el impresionante ibis escarlata, de un intenso color rojo, único en estos lares del norte de Sudamérica y el Caribe, un ave preciosa que es de hecho animal nacional de Trinidad y Tobago.

Tras navegar la marisma en un humilde velero, hundir un rato los pies en el lodo y degustar un róbalo, el conductor nos devuelve a Palomino. Converso con Reinaldo y descubrimos nuestra conexión africana, ya que en pocas semanas marchará al norte de Etiopía para trabajar durante dos años con una empresa internacional en la construcción de una represa. Antes ya trabajó en proyectos de construcción de grandes infraestructuras en Camerún y Uganda. “Se gana más dinero de esa manera. Aquí en Colombia la cosa está complicada”, explica.


No queda tiempo para más. Cerramos el paseo por el Caribe colombiano con una visita relámpago a Santa Marta, una ciudad de medio millón de habitantes, también costera y con una dilatada historia, aunque sin el brillo de Cartagena, que sirve de parada a muchos mochileros para acceder a otros puntos de la región como el icónico Parque Nacional del Tayrona.

Aquí os dejo un pequeño vídeo que sumariza el viaje. ¡Espero que os guste!

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