Perú

Cuadernos del Perú

Epicentro del Imperio Inca, Perú es un país inmenso enmarcado entre el Pacífico, el Amazonas, los Andes y el místico lago Titicaca. Es una tierra mágica y el escaparate de una de las gastronomías más suculentas de América Latina.

18 -19 de abril, Lima

Lima te recibe con un skyline variado, un tanto accidentado: edificios altos se mezclan con bajos y muchos se encuentran sin terminar. Finas láminas de hierro sobresalen de las vigas de la planta superior, por si en algún momento el propietario encuentra los fondos para proseguir la obra, aunque no se sepa cuándo ni si eso realmente ocurrirá. Tampoco se desmelenan con la pintura así que en parte de la ciudad predominan fachadas desnudas, que muestran puro ladrillo.

Tomamos un Uber desde el aeropuerto al hotel, en el barrio acomodado de Miraflores, más cuidado y limpio que el resto de la ciudad. Hay incluso un parque para gatos, bien mimados y alimentados, con sus camitas perfectamente dispuestas. Por el camino nos topamos con una escultura kitsch de la Virgen María.  El termómetro marca 30 grados en el punto álgido del día en la capital peruana, que besa el Pacífico desde el trópico. La ciudad está vacía y sin sus habituales trancones porque «mucha gente se va al sur en Semana Santa», nos dice un joven taxista. En ‘El Comercio’, un periódico muy leído, escriben que en la víspera, Jueves Santo, se formaron atascos de hasta 45 kilómetros para salir de la capital.

El centro histórico es bonito, con su catedral, sus palmeras y unos imponentes balcones de madera cerrados. Algunos vendedores ambulantes ofrecen marcianos, que no son extraterrestres sino unos helados alargados con sabores de frutas; otros venden la emblemática chicha de maíz morado y granadas que parecen sandías. El suelo está sucio y huele cada vez más intenso a medida que avanza la estación seca. En los aledaños de la plaza hay una estatua ecuestre de Pizarro que presenta amablemente al conquistador español como fundador de Lima, sin atisbo de rencor histórico. Muchas personas intentan embaucarnos en inglés y se desinteresan cuando respondemos en español. Aun no lo sé, pero pronto me explicarán que los precios para el turista no hispanohablante acostumbran a ser más elevados. Unos jóvenes nos entrevistan, cámara en mano, para un trabajo de la universidad. Quieren saber por qué razón visitamos el centro de Lima, que qué nos parece esa maravilla. No tenemos grandes respuestas, pero nos acomodamos a su entusiasmo.

Apenas estaremos día y medio en Lima así que hacemos turismo exprés y, tras patear el cercano barrio chino, de enormes dimensiones y gran actividad mercantil, arrancamos hacia el Malecón, adornado con sugerentes jardines como el parque del amor, donde sus bancos de estilo gaudiniano regalan mensajes de autoría diversa con sabias lecciones del estilo «es difícil hacer el amor, pero se aprende». Oteamos la inmensidad del Pacífico desde los acantilados que sacuden la abrupta costa limeña y vemos a lo lejos a decenas de surfistas atreviéndose a domar las olas frías. Luego entramos en el adyacente barrio bohemio de Barranco, punteado de edificios desvencijados, galerías de arte y restaurantes sugerentes.

Perú te abraza con calidez. Muchas cosas parecen fáciles. Escoger taxi en una de las múltiples apps. Gestionar tu itinerario por el país. Ni siquiera hay que comprar una tarjeta de móvil peruana, el roaming funciona entre los países andinos vecinos, y en muchos cajeros se puede extraer tanto dólares estadounidense como soles, la moneda nacional. El país ha explotado en las últimas dos décadas como un notable destino turístico, impulsado por el efecto del legado inca de Machu Picchu y alrededores. Perú ha despuntado también como meca gastronómica al calor de sus ceviches, causas o ajíes de gallina. Me flipa la leche de tigre. Por la noche cenamos marisco y un tartar. Me abono a los sanguches callejeros, a los jugos de un millón de frutas diversas y a los maíces secos de colores.

Pero no todo es dulce ni dorado. El taxista que al caer el sol nos devuelve a Miraflores se queja de la corrupción política, un mal endémico en tantos países… En 2026 se avecinan elecciones y no pinta bonito. ¿Se beneficiará el partido de derechas que años atrás liderase sin éxito electoral Mario Vargas Llosa de la enorme aclamación popular que ha suscitado su muerte? Se lo pregunta en un editorial el diario ‘La República’. Esos días el Nobel de Literatura peruano está omnipresente en la ciudad. Marilia, que me acaba de vender un delicioso sanguche de pescado rebozado, me cuenta con sonrisa melancólica que quien fuera uno de los mayores estandartes del realismo mágico latinoamericano también fue su padrino. Visitó su escuela cuando ella era adolescente. «Acá es muy admirado», subraya con devoción.

Todas las librerías exponen ampliamente sus libros. Algunas han pegado adhesivos gigantes con su rostro en los cristales. ‘El Comercio’ recuerda que los grandes escritores fallecen en abril. La pluma de Arequipa murió el 13 y Shakespeare y Cervantes lo hicieron un 23 de abril, de ahí que esa fecha en la que este servidor nació fuera proclamada el Día del Libro, tan próximo que las librerías echan humo. En ‘El Virrey’ compro ‘Dos Soledades’, prologado por el autor colombiano Juan Gabriel Vásquez y que recupera una conversación que en 1967 mantuvieron Gabriel García Márquez y Vargas Llosa precisamente en Lima, durante una visita a la ciudad del primero.

En realidad se trata de una entrevista de dos días de Vargas Llosa a Márquez frente a un auditorio que entonces todavía no conoce demasiado al creador de Macondo. Abundan las referencias a ‘Cien años de soledad’ que aunque solo hace unos meses se ha publicado ya está arrancando un éxito inaudito. Reflexionan sobre el realismo mágico y desmenuzan paulatinamente los elementos con que el escritor arma una novela: la experiencia propia, la coyuntura, las influencias y lo que la imaginación hace con todo ello. El libro arranca con una pregunta provocadora: ¿por qué se cuestiona la utilidad del trabajo de un escritor mientras que eso no sucede con otros oficios? Décadas después no parece ser un debate cerrado.

19-21 de abril, Puno

Aterrizamos en Juliaca y en pocos instantes notamos como losas los 3.800 metros de altura en que se encuentra esa ciudad próxima al lago Titicaca. Por ratos cuesta respirar. Siento la cabeza embotada. Antes de abandonar la costa limeña habíamos tomado pastillas naturales para prevenir el soroche. El termómetro marca seis grados, llueve con dureza, hace frío y pasadas las seis de la tarde es noche cerrada en Puno, la localidad en la que pasaremos los dos días siguientes. Nos apaciguan prometiendo que son los estertores de la estación lluviosa. A Luisa le duelen los dientes del frío. Tomamos té de coca para atemperarnos y seguir ganando puntos contra el mal de altura. Por la noche comemos suave. Yo opto por carne de alpaca, un camélido andino domesticado, acompañado por un puré de patatas y verduras cocidas.

Al día siguiente visitamos los Uros, unos islotes del lago Titicaca construidos sobre raíces flotantes recubiertas con totora, una fina planta que al secarse se convierte en paja consistente. Son islas caducas, duran aproximadamente cuarenta años, nos cuentan sus habitantes, pertenecientes a una cultura preincaica y hablantes de lengua aimara en la cual waliki significa «bien» pero wakiki, «tirar al agua». Los uros se dedican a la pesca, hacen algo de ganadería y cultivan papa y quinoa, productos que —defienden orgullosamente— fueron descubiertos en ese enorme lago compartido con Bolivia con supuesta forma de puma que atrapa una liebre si uno lo mira boca abajo. También producen mucha artesanía (colchas, manteles, bolsos, barcos en miniatura y ornamentos varios) que tratan de vender a los cientos de turistas que cada día visitan alguna de las islas del lugar y a quienes pasean en interesantes barcas con proas y popas en forma de cabeza de dragón hechas con totora.

Varios niños cantan canciones en diferentes idiomas, algunos de ellos indescifrables, para obtener un puñado de soles adicionales; un canijo suelta unas lágrimas, por si funciona, pero no funciona y se vuelve incómodo, y unas mujeres cantan, con una sonrisa un tanto cosmética, que a pesar de la diferencia del color de nuestra piel podemos ser amigos. Dan una vuelta en círculo ante todos los turistas y nos estrechan la mano de uno en uno. El guía asegura que esas islas se rigen por sus propias reglas, la Policía peruana no entra en ellas y las disputas se resuelven con la ley del Talión, el ojo por ojo, vamos. Hay una escuela a la que cada día llega un maestro desde Puno, a media hora de distancia en bote. Más tarde visitamos la isla de Taquile, dos horas más lejos, cuyos habitantes hablan quechua, muy distinto al aimara. Por momentos, las cuestas empinadas de Taquile están a un tris de sacarnos el corazón del pecho.

21 de abril, ruta del sol

Partimos a las siete de la mañana en un autobús que hace la llamada ruta del sol entre Puno y Cusco, un trayecto de 386 kilómetros que se cubre en unas diez horas, con paradas en lugares con restos arqueológicos, pueblos y museos. Eduardo, nuestro guía, combina el inglés y el español de manera ingeniosa aunque los 17 alemanes, seis holandeses, nueve españoles y otros ciudadanos varios del mundo que viajamos en el autobús luchamos por entenderle.

— If you make more questions, I get more money. If no questions I go to the bus in Cusco and I have to tell: soy un huerfanito —dice irónicamente.

El altiplano andino se torna hermoso a medida que ganamos altura. Llegamos a los 4.300 metros en Raya, desde donde se divisan picos nevados. Poca vegetación, manadas con cientos de alpacas, montañas y colinas. De repente, un cactus. Eduardo explica que hace 85.000 años en esa planicie había dos enormes largos con cinco veces el tamaño del Titicaca que tiene algo más de superficie que el País Vasco, pero estos desaparecieron con un movimiento tectónico. Nos garantiza que por menos de 1.300 soles (311 euros) podríamos comprar una cría de llama, pero nos contentamos con adquirir bufandas hechas con lana de alpaca por unos 12 euros.

—Nos falta una alpaca —afirma jocosamente cuando regresamos los pasajeros al vehículo.

En el trayecto visitamos brevemente el Museo Lítico de Pukara, donde se muestran objetos curiosos, como un ekeko. En esa parte de Perú y también en Bolivia la gente hace ofrendas a esta figura cultural popular. La buena suerte depende de que el muñeco consuma el cigarro entero. Supongo que no se pide salud.

Me llaman la atención las papas y maíces con múltiples formas y colores, así como un ajedrez cuyas figuras son soldados españoles e incas, los segundos equipados con llamas en lugar de caballos.

22 de abril, Cusco

Cusco es una ciudad monumental con más de una decena de iglesias imponentes construidas por los colonos españoles con piedras que a menudo fueron retiradas de los lugares sagrados de los incas como el templo de Sacsayhuaman (siglo XVI) que domina la ciudad. Hoy solo queda una parte del mismo, pero el lugar sorprende, sobre todo la forma irregular en que están cortadas las enormes piedras, algunas con hasta 13 esquinas. A través de internet reservamos una visita guiada y por la tarde nos encontramos con Eduard en la Plaza de Armas de la ciudad, conocida como ombligo del mundo. Eduard se adentra en la obra de los incas. No hay dos piedras iguales y uno se pregunta cómo pudieron, siglos atrás, cortarlas con esa precisión y sin maquinaria.

Las piedras eran perforadas, en los agujeros se introducían piezas de madera y se rociaba agua para que, al aumentar de tamaño la madera, las piedras se resquebrajaran. Después se limaba la superficie con pirita. Colocaban las piedras con una ligera inclinación, en lugar de en ángulo recto, porque eso ayudaba a los edificios a soportar mejor los sismos en una zona de gran actividad. —Este es el trabajo de lo incas y, este otro, como queda claro, es el de los incapaces —critica Eduard mientras compara los restos de un muro antiguo en buen estado que hoy pertenece a un hotel con una parte reconstruida por el gobierno peruano, mucho más endeble.

—Chicos, ¿están preparados para subir mil escaleras? No, mentiras, no subiremos mil —bromea Eduard.

Tal vez no mil, pero cientos sí que subimos por el vertical barrio de San Blas, que recuerda a un pueblo andaluz.

Cegados por su óptica religiosa, los conquistadores españoles no comprendieron la cosmovisión inca y construyeron a menudo sobre su legado arquitectónico, cuando no lo desmantelaron directamente. Las construcciones incaicas hacen constantes referencias al sol, la luna, el agua, a los elementos de la Tierra o Pachamama. También al cóndor, el puma y la serpiente que representan respectivamente los tres mundos (el superior, el terrenal y el inferior).

23 de abril, Valle Sagrado de los Incas

Jornada intensa de 12 horas de visita guiada por el Valle Sagrado de los Incas con un grupo de 20 personas, mayormente brasileños, aunque también hay un par de italianos, algunos españoles, unos rusos y un peruano. Nos dirige Virgilio, un tipo hiperactivo. Al comienzo del día, nos quitamos las legañas en una tienda de productos textiles en Chinchero. Sorbemos té de muña, la menta andina, y una chica dicharachera detalla el proceso de lavado, ovillado y tintado de la lana. Nos enseña a diferenciar entre la lana de oveja y alpaca y los sintéticos. La primera es mucho más fría, suave y pesada, y la diferencia de precio es grande. Cuenta que usan cochinilla fresca para teñir de rojo. Aplasta una en su mano sin compasión y luego agrega jugo de limón para aclarar. 

—También lo usamos como un pintalabios natural. Es a prueba de 200 besos —dice mientras se esparce cochinilla por la comisura con una sonrisa pícara—. Y separamos los hilos de lana con un hueso. ¿De qué animal será? (…) De los turistas que no compran textiles. Es bromaaaa, ¡con hueso de alpaca!

Todas las paradas son interesantes pero me quedo con un pueblo de orfebres a 30 minutos de Cusco, Písac. En lo alto de la montaña hay un sitio sagrado con enormes terrazas de cultivo, barrios para almacenar la comida, un cementerio a base de cavidades excavadas en roca y lugares de culto y reflexión. Es un valle interminable. Hasta donde me llega la mirada las casas van subiendo y casi tocan la cima, a 4.000 metros de altura.

—Allá en lo alto no hay electricidad ni agua ni internet —explica Virgilio, que se maneja como casi todos los guías intercambiando constantemente el inglés y el español, aunque él es hablante nativo de quechua, lengua que, nos asegura, no tiene la palabra «pobre» ni «gordo» porque en la época de los incas «nadie lo era». «Todos trabajaban». Habría que verlo. Desde luego, si bebes la Inka Kola actual, lo que no serás seguramente es flaco.

Los incas no tenían escritura, no conocían la pólvora ni la rueda y apenas hay representaciones pictóricas de ellos, así que la recreación visual de sus líderes está basada en relatos. Tenían un gran control de la astronomía, un contacto muy estrecho con la Madre Tierra, las montañas o apus eran sus protectores y desarrollaron métodos muy avanzados de cultivo, con drenaje y diferentes niveles de terrazas para comprobar la adecuación de cultivos como papas y maíz. En algunos puntos de la ruta, como Ollantaytambo (foto abajo), donde se halla la estación de tren que lleva al nuevo Machu Picchu, se congregan miles de turistas.

—Esto no es Machu Picchu todavía… es mucho picture —dice Virgilio, que intenta causar gracia constantemente y aunque sus chistes son a menudo malos, como los míos, se aprecia el esfuerzo.

Maras es un pueblo donde cientos de familias poseen cinco pozos cada una en unas minas de sal cercanas. Llevan el negocio desde hace generaciones. En un comercio degustamos chocolates con ingredientes como sal de Maras, quinoa o coca. También venden sales con eucalipto o maracuyá para baños. Abajo, en la salinera el calor es tenaz. 

24-25 de abril, Machu Picchu

Comienza la odisea. Salimos en taxi a las 2.30 de la madrugada del hotel en Cusco rumbo a la estación de Wanchaq. Tras 40 minutos de espera montamos en un autobús hacia Ollantaytambo. Allí, la compañía Perú Rail, una de las dos que operan el trayecto a Aguas Calientes (o el nuevo Machu Picchu), nos conecta con un tren hacia esa localidad, desde la cual se accede al santuario histórico. Las boletas baratas cuestan 130-140 dólares (ida y vuelta) y el tren se mueve a escasa velocidad. Solo se puede llegar a una de las siete maravillas del mundo, al punto más sagrado de los incas, de esa manera o caminando varios días unos 44 kilómetros. El tren, con amplias ventanas en paredes y techo, permite observar unas montañas gigantes a medida que avanza el valle, siempre que uno desafíe el martillo del sueño. 

A las 8 de la mañana llegamos a Aguas Calientes y nos dirigimos veloces al centro del Ministerio de Cultura del Perú, a un par de minutos, donde cada día venden unas mil entradas de manera presencial. En internet las boletas se acaban tres meses antes así que si uno no planifica su viaje con mucha antelación es imposible conseguirlas. Junto al centro hacen fila 200 personas. Unas mujeres mexicanas, casualmente de la ciudad mexicana de Aguascalientes, llevan desde las diez de de la noche esperando. Otros hacen lo propio desde las tres de la madrugada y los que están más cerca de nosotros, desde las siete de la mañana. Justo delante se sitúan unos uruguayos que llegaron en el mismo tren, el primero del día. Han escuchado que 400 personas que habían hecho cola el día anterior deben hoy recoger su entrada. Haciendo cálculos parece posible que podamos conseguir una boleta. En poco rato a nuestras espaldas se forma una fila igual o mayor que la que nos precede.

Hacia las nueve la cola se empieza a mover. Avanzamos lentamente descendiendo la cuesta por la que antes unos policías han puesto orden indicando a la gente que se pegue a la pared para no crear un atasco en la calle. Unos jóvenes israelíes intentan colarse pero el uruguayo les para en seco. Hacia las 9.30 nos entregan un ticket para que volvamos a las ocho de la tarde a comprar las entradas. Tenemos los números 795 y 796 y nos aseguran que podremos entrar a Machu Picchu al día siguiente, pero no sabemos aun ni qué circuito podremos hacer ni a qué hora. Marchamos al hotel a hacer el check-in y descansar. Estamos destrozados y pasamos el día viendo series en la cama.

Poco antes de las siete de la tarde nos acercamos al centro cultural para comprobar in situ, antes de nuestro turno, cómo funciona el proceso de compra de boletas. Hay un corrillo grande de gente en la entrada. Pasadas las siete un funcionario anuncia las reglas por altavoz: cantará los números entre el 600 y el 750 y quienes estén en la horquilla podrán pasar. Estamos inquietos. Comunican que quienes tenemos números entre el 750 y el 900 deberemos estar atentos a partir de las 20.00, quizá algo más tarde. En un monitor van actualizando las entradas disponibles para cada uno de los circuitos. Las dos opciones del 2, el clásico de la foto típica, son las más reclamadas. Hay 600 boletas pero se agotan volando. Creemos que llegaremos al tercer recorrido y si hay suerte podremos hacerlo a media mañana. Cruzamos los dedos.

Finalmente comienzan a cantar los números de nuestra tanda y vamos entrando de uno en uno. Subimos a la segunda planta del centro, donde han dispuesto decenas de sillas junto a las paredes del vestíbulo, de una sala de espera con cuadros de Machu Picchu, y en torno a las escaleras que conducen a la planta baja donde se halla la taquilla. Hay que dar la vuelta entera al recinto y en ese lento proceso gastamos casi dos horas, cambiando cada pocos minutos de asiento en una suerte de juego de las sillas. Nos pesa cada vez más una jornada interminable. Cuando ya nos acercamos a la taquilla comprobamos en el monitor que se han acabado las entradas para el circuito 2. Los circuitos de la montaña y de Huayna Picchu, el icónico pico que se ve al fondo del complejo arquitectónico, están clausurados desde hace semanas porque unas lluvias intensas causaron daños. Conseguimos entradas para las 12.00 del día siguiente en el circuito 3, el de la realeza diseñado, algo infravalorado pero que probará ser impresionante. Volvemos al hotel satisfechos y aliviados. Dormimos como bebés.

Llega el día D de nuestro viaje al Perú: vamos a entrar a Machu Picchu, pero todavía no tenemos guía. Aunque llevo semanas comunicándome con Jordan, un contacto facilitado por el hotel, y confiaba que él nos ayudaría, finalmente no puede. Nos aconseja hacer fila para tomar el autobús oficial con bastante antelación y cree que será sencillo encontrar un guía y formar un grupo. Entretanto, el pronóstico del tiempo asusta. A las siete de la mañana rompe a llover a mares y todo pinta a que el cielo se mantendrá encapotado. La lluvia no da tregua. Bajamos a desayunar al lobby del hotel y el chaparrón acapara las conversaciones. Rostros serios. Miramos apps para el tiempo y no sabemos qué conclusión extraer. Ninguna parece funcionar bien. Compramos unos ponchos por si acaso y nos preparamos para la batalla.

Al acercarse la hora, por suerte, comienza a aclarar. Compramos las boletas del bus y nos ubicamos en la cola. Van pasando guías junto a nosotros y negociamos que nos agreguen a un grupo. Uno cree habernos encontrado un acompañante y ofrece su trabajo a 60 soles por cabeza, pero acaba resultando que se había equivocado: la tercera persona en cuestión sale más tarde. Negocia un tour privado para nosotros dos.

—Acepto soles, dólares, relojes —nos espeta.

—Uy… es que apenas nos quedan ya soles —contestamos, a modo de excusa, para rebajar las ambiciones.

Cerramos el trato en 200 soles (48 euros). Un rato más tarde nos adjudica a Liz, otra guía, muy maja y solvente. Oriunda de Cusco, Liz dice llevar ocho años viviendo en ese pueblo de 5.000 habitantes donde “no hay mucha cosa que hacer”. Cada dos semanas regresa a Cusco y pasa allí una semana de vacaciones. Al menos los guías que viven en Aguas Calientes tienen la ventaja de que el billete de tren apenas les cuesta un euro o dos, en función del destino. Asegura que hay 300 guías oficiales y no oficiales residiendo en el pueblo, o uno de cada 20 habitantes, y que cada día vienen varias decenas más desde Cusco.

—Ahora comienza a ser la temporada alta y cada día llegan unas 5.000 personas. Por internet se venden 5.000 entradas a Machu Picchu y, de manera presencial, otras 1.000 —explica—. El despunte empezó en el año 2007 y el sistema de adquisición presencial de boletas se instauró tras la pandemia, en parte para evitar que las agencias se hagan con un control pleno. El complejo está sufriendo daños, en el Templo del Sol el suelo se está hundiendo y lo han tenido que cerrar, así que están obligados a controlar mejor el aforo o de lo contrario tendrán que cerrar Machu Picchu por un tiempo.

Seguimos avanzando en la cola. Estampan un sello oficial en nuestra entrada y escanean el billete de autobús y, poco después, comenzamos el impresionante ascenso que por partes discurre paralelo al camino inca. Las montañas son tan altas que en algunos tramos se le detiene a uno el corazón al ver la pendiente.

Una vez arriba sentimos una emoción inmensa. Es mucho más grande de lo que uno se imagina.

—El santuario histórico abarca 37.000 hectáreas —asegura Liz, que nos da una lección magistral sobre la historia y curiosidades del lugar, construido durante 80 años a partir de 1450 por orden del primer emperador inca, Pachacútec.

Nunca fue terminado. Su construcción fue abandonada ante la llegada de los españoles a América, quienes sorprendieron a los incas con sus armas de fuego. Se calcula que en sus casas vivieron unas 800 personas. Había 120 terrazas de cultivo en la parte principal, templos, una explanada para reuniones, casa de vigilantes y para el sacerdote, centro de astronomía y muchas cosas más aunque mucho de lo que se cree que se sabe es en realidad pura conjetura.

—Machu Picchu permaneció oculto durante casi cuatro siglos y solo fue redescubierto en 1911 por el historiador estadounidense Hiram Bingham (un agricultor peruano lo había visitado antes). Bingham regresó en 1913 tras obtener autorización del gobierno peruano con un grupo de especialistas para limpiar el lugar, cubierto completamente por malas hierbas. No se encontró nada de oro, pese a que junto a un árbol habían encontrado un ornamento de ese metal, por lo que se cree que Bingham expolió objetos. El 90% de los objetos que se hallaron en Machu Picchu están todavía en Yale, Estados Unidos, y no serán devueltos al Perú hasta que se habilite un museo apropiado en Lima.

Durante varias décadas Bingham fue considerado persona non grata en el Perú pero ya hacia el final de sus días recuperó un protagonismo positivo para la historia del país andino, que antes de la pandemia recibía 1.5 millones de turistas anuales en Machu Picchu que generaban unos 7.600 millones de dólares, según el libro ‘Perú Global’, aunque la mayor parte de estos beneficios no revierten en la región del Cusco. Liz explica que durante el gobierno de Fujimori se grabó un anuncio de televisión en el complejo y la caída de una grúa dañó parcialmente el Templo del Sol. Y hace dos décadas el gobierno peruano permitió que un helicóptero aterrizara por primera vez en la explanada, donde había un obelisco. Lo hizo para recibir a los Reyes de España, Juan Carlos y Sofía, y aunque este aterrizaje no ocasionó daños, uno posterior con mandatarios latinoamericanos, sí que destrozó parte del obelisco.

Terminamos el día visitando el Mariposario, junto al pueblo nuevo de Machu Picchu, y nos deja boquiabiertos. Perú es uno de los países con mayor variedad de especies endémicas, incluida la impresionante mariposa búho.

26 de abril, Cusco

El último día de nuestro viaje, ya exhaustos tras nueve días rompiendo el medidor de pasos, nos adentramos en el Mercado de San Pedro de Cusco y nos deleitamos con el arte moderno cusqueño, con obligadas referencias a las llamas y los conejillos de Indias, estos últimos en una Última Cena sui generis en la que la cerveza Cusqueña sustituye al vino y el maíz, al pan. Vayan al Perú. Merece mucho la pena.

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