Colombia

Colombia, potencia de la vida

En noviembre pisé por vez primera América Latina. Tuve que esperar 40 años para hacerlo tras haber visitado o vivido anteriormente en varios países de Europa, Asia o África. Tan solo han sido unos primeros destellos de un continente enorme, riquísimo, obtenidos a través de Colombia, un país bañado por el Caribe y el Pacífico, surcado por los Andes y el Ecuador, que reúne una de las mayores biodiversidades del planeta. Este es el diario de viaje de aquellos días.

¿Por dónde empezar? Puede que no sea tan distinto a los paisajes a los que estamos acostumbrados en el norte de España, pero el embalse del Neusa, en la gobernación de Cundinamarca, con su bosque andino, me encantó. Es un lugar ideal para hacer un picnic o acampar, a tan solo 80 kilómetros de Bogotá, que vienen a ser un par de horas debido a los habituales trancones o atascos que uno encuentra al abandonar o entrar en la capital colombiana.

En esta zona de los altiplanos colombianos, igual que en la capital, el clima cambia constantemente. Tan pronto hace un sol duro cuando se despeja el cielo como rompe a hacer frío cuando se nubla. Si el sol es tolerable, es delicioso echar una siesta junto al lago, sobre una ruana de lana y el césped algodonoso, y más tarde disfrutar de ricos postres artesanos como fresas con crema o cuajada con melao que algunos comerciantes venden en los alrededores.

A medio camino entre Bogotá y el Neusa queda Zipaquirá, una pequeña ciudad a la que se puede llegar con el ‘Tren de la Sabana’, uno de los pocos ferrocarriles que continúan en funcionamiento en Colombia, un país de orografía complicada. Hoy en día este tren, que funciona normalmente el fin de semana, es sobre todo utilizado por turistas y curiosos. Es fácil entender el porqué… el aparato viaja muy lento y, durante nuestro trayecto, sufrió averías técnicas. En algún momento llegamos a ir marcha atrás. No es broma.

En Zipaquirá se halla la imponente Catedral de Sal, un hormiguero de túneles en el interior de una mina de sal en el que hay varias cruces y un templo tallados en roca, junto a los cuales los gurús del turismo local han levantado múltiples tiendas, restaurantes y museos donde adquirir figuritas de sal o las preciadas esmeraldas del país. Según los dicharacheros guías de la zona, el complejo fue escogido hace unos años como la primera maravilla de Colombia.

Colombia es sinónimo de flores. Es el principal productor y exportador mundial y se nota en cada rincón (y eso que yo tenía la experiencia de haber vivido en Holanda y Kenia, dos importantes exportadores también). Al igual que para el café y otros productos como los aguacates, los altiplanos andinos, con temperaturas suaves y sin grandes oscilaciones, inmersos en una suerte de primavera perpetua, son idóneos para la producción floral en todos los momentos del año.

En dos semanas vi decenas de flores bellísimas que no conocía. No soy un experto, pero aquí recojo una pequeña selección, entre la que figuran campanillas, heliconias y orquídeas; estas últimas las vimos incluso en tamaños diminutos. Me sorprendieron también los majestuosos helechos, auténticos árboles en algunos casos.

También en el altiplano colombiano, en la gobernación de Antioquia, se encuentra la represa de Guatapé, a un par de horas de Medellín. Allí surge como de la nada la Piedra del Peñol, una gigantesca roca volcánica sobre cuya pared se han construido 750 escalones para poder apreciar desde su cima, si uno consigue superar el vértigo y el cansancio, el puzle de islas y penínsulas del precioso lago, un destacado destino turístico.

En un paseo en barco uno puede ver, por ejemplo, las mansiones de algunos jugadores de la selección Colombia, como la del exmadridista James, y también los restos derruidos de la que fuera la segunda mansión preferida del narcotraficante Pablo Escobar, que fue atacada por un clan rival hace ya más de tres décadas. A ella Escobar llevó especies de plantas y árboles de otros rincones del planeta.

Junto al lago se levanta la localidad homónima de Guatapé, un agradable pueblo cuyo distintivo son los coloridos zócalos con los que los lugareños decoran las fachadas de sus viviendas. Los hay de todo tipo: representaciones de oficios, de las labores del campo, de dibujos animados, aficiones, de la familia… Algunos son muy grandes y están en hechos en tres dimensiones. A Guatapé llegamos desde Medellín en autobús, en un tour organizado asequible que nos permitió hacernos una buena idea de la zona.

Medellín me impresionó. Está completamente encajonada en un valle, algo más bajo que Bogotá, por lo que sus temperaturas son más calientes. Sobre las lomas de sus cerros crecen haciendo frente a desniveles imposibles numerosos barrios chabolistas, o de invasión, en los que la gente fue construyendo informalmente sobre el territorio. Aunque se trata de un entorno muy humilde ofrece mejor aspecto que los arrabales de algunas de las grandes urbes africanas o incluso asiáticas que he visitado, sobre todo en la gestión de los residuos o el electrificado. Por contra, en la planicie o las zonas menos altas de Medellín brotan, sin orden alguno, cientos de rascacielos. El sistema de transporte público de la segunda ciudad de Colombia es excelente. El metro cruza la urbe y el tranvía y los metrocables o teleféricos comunican diversas comunas, llegando incluso al Parque Arví, un remanso de naturaleza a las afueras.

Medellín, la capital de los paisas (amados y odiados a partes iguales), es la ciudad de Botero, uno de los artistas colombianos más célebres. Famoso por sus pinturas y esculturas que representan a figuras animales y humanas rechonchas y con facciones redondeadas, gran parte de su colección se encuentra al aire libre, en un parque que lleva su nombre, junto al Museo de Antioquia y el Palacio de la Cultura, y al que cuesta llegar a pie porque está rodeado de un enjambre de calles comerciales atestadas de gente por las que uno va más pendiente de no quedarse sin su cartera que de disfrutar del paisanaje.

Medellín es mucho más que Botero. Tradicionalmente ha sido un importante centro económico levantado con los réditos del café, del textil, de las flores y también del narcotráfico. Hoy la ciudad huye de la pesada etiqueta que supuso ser un centro neurálgico del tráfico de cocaína en los 80 y 90. Lejos de los niveles de violencia diaria de aquellos años, en la actualidad Medellín experimenta una suerte de transformación sociocultural y se ha convertido en destino predilecto de muchísimos extranjeros, incluidos muchos estadounidenses, algunos de los cuales se instalan en ella para trabajar a distancia. Esto parece estar contribuyendo al aumento de los precios en varios de sus sectores más exquisitos, como algunos barrios de El Poblado, donde el coste de una cena en sus restaurantes de vanguardia o de una habitación de hotel no tiene nada que envidiar ya al de ciudades europeas que son meca del turismo.

Una metáfora perfecta de la transformación de Medellín es la Comuna 13, un barrio chabolista que décadas atrás era sinónimo de violencia. Entre sus empinados callejones se escondían miembros de guerrillas colombianas y bandas criminales. El día a día de los vecinos, según nos contó Ana María, una guía local que nos abordó al bajar del metro, era un suplicio. Hubo varias operaciones de seguridad de envergadura y en la última de ellas, Orión, ocurrida durante el mandato del polémico expresidente Álvaro Uribe, murieron cientos de personas inocentes.

Las fuerzas gubernamentales entraron en el lugar con helicóptero y tanques. Con los años la comuna fue pacificándose y en ella surgieron movimientos artísticos y sociales interesantes. La principal avenida es actualmente un auténtico circuito turístico, con tiendas y bares, paredes estampadas de simbólicos grafitis sobre la idiosincrasia e historia del barrio, y unas escaleras mecánicas que facilitan el ascenso. Es un destino obligado para cualquiera que visita Medellín. Hasta el 40% de la población de la Comuna 13 es afrocolombiana.

Basta ya de hablar de Medellín; de lo contrario, mis anfitriones bogotanos, o rolos, se enfadarán. La vista no alcanza para ver por completo la mancha urbana de Bogotá, una ciudad con más de ocho millones de habitantes a la que vienen a buscar suerte gentes de todo el país. Desde los más de 3.000 metros de altitud del cerro de Monserrate uno puede, al menos, sorprenderse con la magnitud del centro y sur. Mucho ojo al aterrizar en la capital colombiana, pues los 2.400 metros de las partes más bajas del valle son ya suficientes para causarle a más de uno una taquicardia durante los primeros días.

Muchas veces el turista ningunea a este monstruo de ciudad ante el amplio abanico de posibilidades que un país tan variado como Colombia ofrece y, ciertamente, es fácil perder las ganas de recorrer sus límites de punta a punta ante la amenaza de atascos. El autobús Transmilenio, que cuenta con carriles propios, puede ayudar en ese desafío, pero sus compartimentos llenos de pasajeros son el caldo de cultivo ideal para carteristas o ratas, como un servidor pudo comprobar.

Lejos de estos incovenientes típicos de las grandes urbes, Bogotá tiene muchos alicientes para perderse unos días: sus fantásticos museos, una noche de ambiente gay en Chapinero, la plaza de Bolívar, su centro financiero, las ya mencionadas vistas de Monserrate (adonde uno puede subir caminando, en funicular o teleférico) y varios interesantes mercados locales. Una de las cosas que más me sorprendieron en su centro urbano fue la avenida de las ópticas, una calle interminable en la que aparecen pegadas una junto a otra cientos de tiendas de lentes. Hay que verlo, nunca mejor dicho. En la galería que viene a continuación se pueden observar algunas imágenes de la ciudad.

Perderse por las laberínticas callejuelas del Mercado de Palo Quemao es un auténtico regalo a los sentidos. Allí se pueden degustar decenas de frutas que para los europeos son muy exóticas y, a menudo, completamente desconocidas. Por ejemplo, la curuba, parecida a la fruta de la pasión; la verde guanábana, con prominentes pinchos y blanca e intensa por dentro, similar a la chirimoya; la feijoa y muchísimas otras más. Yo me quedo con los pequeños mamoncillos que algunas personas venden a veces entre los coches, durante los trancones. Son jugosos y ácidos, de textura parecida a los lichis, pero de color naranja claro.

En el mercado no faltan tampoco las flores y muchos puestos para degustar comida como la lechona, un cerdito bien tostado y relleno de arroz. Allí los huevos de las gallinas camperas tienen todos un color diferente y uno encuentra también papa criolla, una deliciosa patata diminuta, ingrediente sine qua non del famoso ajiaco bogotano, una sopa familiar dominguera a base de patatas y a la que se añaden pollo, aguacate, crema, mazorca de maíz y alcaparras.

En la frontera con Bogotá está el municipio de Chía, que además de ser conocido por albergar el primer y original Andrés Carne de Res, un restaurante archiconocido entre las elites y clases media rolas, cuenta en sus cercanías con varias plantaciones florales. Tuve la suerte de poder visitar una de ellas y observar el intrincado y complejo proceso de crecimiento, corte y empaque de rosas y crisantemos. Un proceso muy delicado que un cambio brusco de temperatura, como una helada, puede echar al traste. Cuando abandona la plantación, la rosa cuesta 30 céntimos, mientras que nosotros durante el Día de Sant Jordi en Barcelona no la compramos por menos de tres euros…

Todavía en la gobernación de Cundinamarca, algo más lejos que Chía, está el municipio de Bojacá. Allí hice una de las primeras fotos de este viaje por Colombia, la de unos pescuezos de gallo cocinados que nunca me atreví a probar. Pese a que mis credenciales religiosas son bastante dudosas, en la iglesia local me hicieron una misa cuando estaba hospitalizado en Barcelona tras el duro golpe de calor sufrido en septiembre. Si las plegarias contribuyeron a mi recuperación es algo que nunca descubriré («seguro que no perjudica», dice mi suegra). Por si las moscas me acerqué a la plaza del pueblo para agradecer el esfuerzo y comprar bocadillo (dulce de guayaba parecido al membrillo) y queso que luego degustamos durante un agradable fin de semana en una hacienda de la zona, donde paseamos entre caballos, vacas y ocas y disfrutamos de un fuego junto a la chimenea más grande que jamás he visto.

Si bien había escuchado y leído muchas historias sobre El Dorado, nunca me había imaginado el excelente nivel de orfebrería de los pueblos precolombinos de Colombia, tan variado, abundante y sostenido durante siglos. El sesgo de nuestra educación española nos hace pensar casi exclusivamente en el oro que traían (expoliaban) los barcos desde América, en los tesoros hundidos en el océano… Visitar el Museo del Oro de Bogotá es imprescindible para sumergirse en una historia insuficientemente explicada, excesivamente ninguneada. Cientos de amuletos, ornamentos y recipientes de oro (y también de otros metales y materiales) pueblan la instalación. Como nota curiosa, el jaguar de la foto (sí, es un felino) es actualmente el logo de una de las marcas cerveceras más importantes del país, Club Colombia.

Un viaje no es lo mismo sin lecturas. Empecé a leer sobre Colombia y obras de autores colombianos semanas antes de poner pie en Bogotá, de la mano del realismo mágico de García Márquez, del periodismo de testimonio y polvo en las botas de Alfredo Molano o del intrincado retrato de la clase alta colombiana (y latinoamericana) de Felipe Restrepo. Una vez en el país, aumenté mi biblioteca personal con los consejos de amigos, familiares y otros, tras visitar la Librería Nacional, la del centro cultural de García Márquez y la Lerner, algunas de las más conocidas.

Así pude adentrarme en la pasión futbolera por ‘Millos’, club bogotano en el que incluso jugó Di Stefano; en la lucidez y precisión descriptiva de William Ospina, en los dardos benévolos del exministro Alejandro Gaviria, o en el detallado y ameno recorrido histórico de David Bushnell, uno de los extranjeros que mejor han conocido el país. Las letras colombianas son ricas y variadas, en todos sus géneros. Se trata, sin duda, de un país de excesos, extremos, exuberancia y desigualdad, acogedor, caluroso, temperamental… Y eso se refleja en el pensamiento y la creación que supuran las páginas de sus libros y las tribunas de sus diarios.

En estos meses se discute mucho la figura de Petro, el primer presidente de izquierdas de la historia democrática del país, al cargo desde agosto de 2022. Suscitó grandes expectativas con decisiones inauditas como empezar a normalizar la diversidad étnica del país, abogar por la paz total y apostar de manera decisiva contra el cambio climático y por una complicada pero necesaria reforma sanitaria, en un país donde las instituciones y servicios públicos tienen muchísimos puntos ciegos. Exguerrillero y político con un gran recorrido institucional y una excelente oratoria, del centro a la extrema derecha, pasando también por facciones de la propia izquierda, Petro recibe hoy dardos diarios desde todos los lados, bajo acusaciones de ser terco, autoritario y poco realista con sus políticas. Él se defiende con generosos y destemplados tuits. En medio del ruidoso intercambio de golpes, Colombia sigue su propio ritmo, un ritmo que puede superarte o encandilarte, que nunca te dejará indiferente y que te invitará a conocer más porque el país es tan denso e inabarcable que la mayoría de colombianos apenas conocen una fracción del mismo.

Aquí os comparto la lista de mis libros:

  • Volver la vista atrás, de Juan Gabriel Vásquez (novela)
  • Ceremonia, de Felipe Restrepo Pombo (novela)
  • Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez (novela)
  • Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano (ensayo)
  • La explosión controlada, de Alejandro Gaviria (ensayo)
  • Una vida, muchas vidas, de Gustavo Petro (biografía)
  • El mejor equipo del mundo, de Mauricio Silva Guzmán (ensayo histórico)
  • Trochas y fusiles, de Alfredo Molano (crónica periodística)
  • En busca de la Colombia perdida, de William Ospina (ensayo)
  • Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, de William Ospina (novela histórica)
  • Colombia. Una nación a pesar de sí misma, de David Bushnell (ensayo histórico)
  • Lonely Planet Colombia y Los parques naturales de Colombia (guías)

No podía cerrar esta entrada sin despedirme brindando por vuestra salud con un guarito, un chupito del célebre aguardiante local de la marca Antioqueño, la bebida que endulza las noches y enguayaba las mañanas de tantos colombianos. Me sorprendió verlo en tetra brick y me recordó a los cartones de vinacho Don Simón de mis años adolescentes, que solo eran aptos para su conversión en kalimotxo. ¡Un abrazo, parces!

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