Jugué a camuflar las manos y se volvieron juguetonas. Jugué a enseñarlas y se volvieron serias. Y la seriedad se convirtió en desliz. Sentiste que te seguía. Te detuviste y giraste tu mirada inconclusa y con ella tu razón descuidada. Todo en ese giro eterno se paró. Se pararon los minutos, el viento, los susurros y el sol. Se pararon también la lluvia, los pájaros, la cafetera, el triciclo y las ranas.
Todo se paró menos nuestros corazones, que seguían latiendo. Latían con una cadencia lo bastante fuerte como para ser notoria y lo bastante rápida como para ser distinta al movimiento que uno esperaría de su órgano motriz en un entierro, durante un telediario o al término de una partida de cartas.
Entonces tu mirada fue conclusa y tu razón atenta. Me preguntaste si te seguía desde hacía mucho tiempo. Yo no sabía que contestar. No sabía si decirte toda la verdad o toda la mentira. Te dije que te había seguido desde siempre, salvo desde cuando no te conocía. Entonces esbozaste ese pentagrama en tu cara. Que era todo lo que yo quería. Eso era todo, sin salvedades.
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